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Terror en la oscuridad

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Mensaje por Admin Vie Mar 27, 2009 3:32 am

Gritos desgarradores y un estado de pánico cercano al shock son las características más impactantes de los terrores nocturnos, una sobrecogedora experiencia que hostiga con mayor incidencia a los niños y cuya naturaleza sigue estando vetada a los investigadores de la mente. ¿Qué sucede durante estos interminables momentos de incontrolable terror? ¿Cuál es la naturaleza de las lúgubres y amenazantes figuras que invaden las habitaciones de quienes los padecen? ¿A qué se debe la amnesia que bloquea el recuerdo de tales vivencias…?
Un grito agudo y desconsolado desgarra el silencio de la noche. Temblorosa, con la mirada perdida y empañada de lágrimas, la pequeña María aparece inmóvil al pie de su cama, paralizada como una estatua mientras balbucea de manera ininteligible y señala con su mano la pared. A la dramática escena asisten por quinta noche consecutiva sus sobresaltados padres quienes, con el corazón al borde del colapso, el estómago aguijoneado por el grito de su hija, intentan calmarla sin el menor éxito. El sudor empapa ese cuerpo menudo y tembloroso, agitado y atemorizado, presa de un pánico incontrolable; en la habitación de María hay algo más, una presencia invisible que sólo ella percibe y que es capaz de eclipsar por completo su risueña mirada y su chispeante vitalidad. Diez minutos más tarde la pequeña de cinco años se duerme sollozando en el regazo de su madre, quien presa de un nada disimulable nerviosismo y una insoportable impotencia ya no podrá volver a conciliar el sueño. El reloj marca las 03.15 horas de la madrugada y en aquella pared no hay otra cosa que una repisa en la que descansan un libro de cuentos, un peluche y dos fotografías. Nada que racionalmente pueda justificar la desconsolada escena… eso es lo inquietante.

Terrores y pesadillas

Los padres y madres que han vivido en primera persona esta demoledora situación encontrarán que a pesar del realismo de nuestra descripción, éste apenas refleja una parte del pánico, nerviosismo y desorientación que acompañan estos interminables momentos. El instinto de protección hacia sus hijos choca frontalmente con la incapacidad para atajar dicha circunstancia, sufriendo la impotencia que supone el ser incapaces de calmar a los pequeños y tener que limitarse a contemplar cómo el episodio remite por sí solo. Los progenitores son espectadores de una situación sobre la que ni ellos ni sus hijos tienen control, pues ni su presencia, palabras o actos parecen surtir efecto notorio alguno sobre el infante, aunque ello no sea motivo para que de manera innata acompañen y arropen a sus pequeños en las citadas crisis.

No es extraño que precisamente el esfuerzo de los padres por normalizar la situación intentando calmar al niño termine por empeorarla, aumentado los gritos y otros síntomas, al punto de llegar a provocar que el pequeño salga huyendo de la habitación sin la necesaria coordinación psicomotriz como para no tropezar y golpearse. Allí donde el niño parece percibir claramente una presencia amenazante y aterradora, los padres no ven nada extraño, pero de nada sirve intentar explicárselo al protagonista de la experiencia.

Los terrores nocturnos son, en suma, una incógnita para pediatras, psicólogos y psiquiatras, un asunto por el que los profesionales suelen pasar de puntillas al no poder ofrecer una explicación que clarifique su naturaleza, limitándose a describir su sintomatología. De hecho, una de las pocas certezas que manejan es que pueden ser un síntoma, en la edad adulta, de alguna alteración neurológica o el efecto secundario de alguna medicación, pero en el grupo de mayor incidencia, los niños, dichas explicaciones no son válidas, por lo que presumiblemente se etiquetan con el mismo nombre situaciones que no son equiparables.
“En los terrores nocturnos –escribe de manera más descriptiva el prestigioso psicólogo Joan Corbella Roig–, tras algunos gritos, el niño se levanta o se sienta en la cama sobresaltado, da señales inequívocas de angustia, habla con voz trastornada, a veces irreconocible para los familiares; grita, gesticula, se agita, parece que quiere defenderse de personajes amenazadores, como si estuviera viviendo un cuadro terrorífico; no reconoce a quienes le rodean, pero reacciona ante las tentativas de tranquilizarlo. Se pone más o menos rígido, se cubre de sudor, tiembla, a veces incluso puede presentar un tipo de crisis convulsiva. El niño puede permanecer confuso y alarmado en largos periodos después de haber despertado. Una vez que ha pasado el terror, tras ser consolado por sus padres, vuelve a dormirse. Al despertar no recuerda el fenómeno vivido, pero puede tener miedo al comenzar la noche siguiente. Puede repetirse varias noches y con un horario fijo”.

Junto a esa pauta temporal, es desconcertante comprobar el grado de realismo de las vivencias experimentadas durante uno de estos episodios, un realismo capaz de sumir en estado de shock a quienes los viven. Pero más paradójica resulta la manera en la que estas intensas vivencias son olvidadas por quienes las padecen, conservando en algunos casos un fugaz e impreciso recuerdo al despertar. Lo que aparentemente ha sido un momento aterrador para el sujeto y tremendamente angustiante para los padres, se esfuma con la luz del día como si nunca hubiera sucedido, aflorando sólo ocasionalmente en forma de fobia en el momento de irse a la cama. Esta amnesia, y las limitaciones propias de la edad para verbalizar las experiencias oníricas, impiden profundizar en la naturaleza de un trastorno clasificado por los expertos, a falta de otros datos que permitan evaluaciones más precisas, en el grupo de las parasomnias.

Minutos de terror

Conviene advertir que existen notables diferencias entre los terrores nocturnos, las pesadillas y la fobia o miedo a dormir, aunque ésta última puede estar asociada a nuestros protagonistas. Los terrores nocturnos de los que nos estamos ocupando suelen afectar a los niños entre los 2 y los 5 años, aunque pueden aparecer en plena pre adolescencia padeciéndola en conjunto entre un 1% y un 6% de los niños menores de 12 años. La incidencia no es muy alta y contrasta con la del sonambulismo, que afecta a entre un 10 y un 30% de los niños entre los 4 y los 6 años. En datos globales, tal y como apuntan los doctores Molina-Carballo y Muñoz-Hoyo, “hasta un 78% de los niños de entre 3 y 13 años padecen al menos un tipo de parasomnias. La mitad de los niños experimentan somniloquios como mínimo una vez al año, y menos del 10% de ellos a diario”.

Aparecen en las etapas 3 y 4 del sueño, en las de sueño profundo y hacia el primer tercio de la noche, es decir, entre la segunda y tercera hora del sueño, cuando la relajación muscular es máxima y son las ondas cerebrales delta las dominantes. Durante el terror nocturno el electroencefalograma muestra una variación de las ondas cerebrales hacia las alfa o las theta, aumentando como es evidente el tono muscular, la frecuencia cardiaca, el ritmo respiratorio, la sudoración y otros marcadores biológicos. Los episodios pueden oscilar entre los 5 y los 20 minutos a razón de uno por noche, aunque en cualquiera de los casos la fuerte carga y tensión emotiva hace que parezca que el tiempo no transcurre. Si la frecuencia es superior y ocurre varias veces por noche, los neurólogos deben evaluar si se trata de epilepsia nocturna, pues en ese caso llevará su tratamiento pertinente, frente al terror nocturno que por lo general no lo necesita. Tras los interminables minutos de un episodio y en función de la intensidad del cuadro, el niño va volviendo a la normalidad en un estado de aturdimiento y confusión, hasta quedarse dormido. Los estudios han demostrado que el terror nocturno es más frecuente en los niños que en las niñas, lo que evidencia que aparecen asociados a otros trastornos del sueño como el sonambulismo o la enuresis, pudiendo confundirse también con los ataques de pánico y el denominado “estado confusional del despertar”, habitual en niños pequeños y consistente en un despertar durante el sueño profundo acompañado de confusión, aletargamiento, dificultad para hablar… que pueden prolongarse durante horas remitiendo espontáneamente. Los ya citados Molina-Carballo y Muñoz-Hoyo detectaron en su investigación que en los que padecían parasomnias, entre ellas terrores nocturnos, el ritmo de secreción del neurotransmisor melatonina estaba alterado, mientras que investigadores de la Clínica de Desórdenes del Sueño de la Universidad de Stanford hicieron público en 2003 un estudio que indicaba cómo la extirpación quirúrgica de las amígdalas eliminaba al parecer los terrores nocturnos. La investigación llevada a cabo con 84 niños de entre 2 y 11 años demostraba que hasta un 61% de los pequeños padecía los terrores y también problemas de respiración anormal, desapareciendo tras ser operados de las vegetaciones.

¿Hay alguien debajo de mi cama?

Cuando terrores nocturnos y fobias coinciden en un mismo niño no resulta sencillo saber cuál de los dos trastornos apareció primero desencadenando el segundo, aunque lo habitual es que aún padeciendo una amnesia tras los terrores nocturnos, el pequeño sea permeable a algún tenue recuerdo o experimente una sensación de inquietud al irse a la cama. De ahí a desarrollar una fobia asociada al sueño hay un camino relativamente corto que el pequeño puede transitar si no es tratado a tiempo. No obstante, existen temores o fobias que pueden aparecer de manera normal en los niños a lo largo de su desarrollo y que en absoluto tienen que estar asociados a episodios de terrores nocturnos, desapareciendo de manera normal durante el crecimiento. Por lo general, los primeros miedos que aparecen en los bebés van asociados a los ruidos fuertes, a los movimientos inesperados que supongan pérdida de estabilidad y a las personas extrañas, que en tan tempranas edades son casi todas. Paulatinamente pueden aparecer miedos a la oscuridad, a animales, a las alturas, a la sangre, a quedarse solo, etc… dando paso en etapas más avanzadas a otros más abstractos. Los desencadenados por la oscuridad y la soledad tendrían relación con el temor a dormir solos en sus habitaciones entrando en escena innumerables personajes del imaginario “fantástico” que se pueden esconder en los armarios, tras las cortinas o debajo de las camas. La coincidencia que tienen los pequeños en ubicar a estas criaturas en esos lugares no tiene porqué ser considerada un indicio de veracidad acerca de lo que afirman ver, sino que por el contrario hemos de entenderla como un ejercicio de raciocinio realizado por éstos, que entienden que se trata de los mejores lugares para esconderse. De manera muy simpática, la película Monstruos S.A. de la productora Walt Disney ejemplarizó estas situaciones al mostrar un mundo paralelo al otro lado del armario de seres pintorescos que cumplían la función de asustar. La duda que se podría insistir en alimentar es aquella concerniente a la posible existencia “real” de algunos de estos personajes o seres, habitantes de una dimensión invisible a la que los niños pueden asomarse ocasionalmente.

No parece plausible para monstruos o criaturas deformes que asustan desde dentro del armario o escondidas debajo de la cama, pero sí para siluetas, sombras o personajes que fácilmente podrían corresponderse con el patrón de los espectros. No es extraño encontrar casos de casas encantadas en los que son precisamente los niños quienes se convierten en testigos de apariciones, o episodios en los que declaran haber estado hablando o jugando animadamente con alguien, generalmente un familiar que ha fallecido. ¿Le sucede a todos los niños o sólo a algunos con una capacidad especial para percibir lo invisible? Algunas tradiciones esotéricas y espiritualistas sostienen que durante sus primeros años los niños utilizan un sexto sentido que poco a poco se va bloqueando tanto por razones físicas, como sería el cierre completo de las fontanelas o separaciones entre los huesos del cráneo, como sociales y culturales, al darse cuenta que “no es normal” ver colores silueteando a las personas o saber lo que piensan la madre u otras personas.

Visitantes de dormitorio

Con independencia de este abanico de datos técnicos, registros polisomnográficos y estadísticas, una de las dudas más importantes que aguijonea a los padres y que pocas veces se atreven a formular en voz alta alude al origen de los personajes que aparecen en esos terrores. Ya hemos apuntando que la amnesia impide que los pequeños puedan aportar detalles, pero lo cierto es que a lo largo de la historia el folclore y la cultura popular se han ido poblando con las biografías de personajes recurrentes asociados por igual al miedo y al acto de dormir. La versión más actual, aunque la incidencia en niños sea marginal por no decir nula, la constituye el fenómeno de los “visitantes de dormitorio”, asociado en ufología a la supuesta visita de alienígenas que mantienen relaciones sexuales con los testigos, principalmente mujeres, en sus propios dormitorios y bajo los efectos de una parálisis que les impide evitar la situación. La casuística es muy abundante, en especial en Estados Unidos, recomponiéndose las experiencias muchas veces a partir de sesiones de hipnosis regresiva. Estamos ante lo que parece la versión moderna de los viejos ataques de íncubos y súcubos, demonios masculinos y femeninos que mantenían relaciones sexuales forzadas con mujeres y hombres y que a lo largo de la historia han dado pie a todo tipo de leyendas.

No obstante, si existe un personaje universal que se caracteriza por atemorizar a los niños y que está relacionado con el acto de dormir y soñar ese es sin duda el “coco”. En su imprescindible obra Los dueños de los sueños, el investigador Jesús Callejo reúne una amplia fauna de ogros, cocos y seres oscuros diversos, planteándose ya desde los primeros párrafos una duda imperturbable al paso del tiempo. Pero, ¿cómo es un coco…? “Es tan hábil y escurridizo que ni siquiera existe acuerdo sobre su aspecto físico. Ha sido descrito de muchas maneras y muy pocas coincidentes; hasta se ha dicho que es invisible y que en realidad no existe”, escribe Callejo.

Desde luego, parece una figura arquetípica utilizada por los padres para imponer conductas a través del miedo que acarrea su presencia, situándose tal vez sus nebulosos orígenes en Caco, el mitológico hijo de Vulcano mitad hombre y mitad animal al que Hércules terminaría matando. Kakis, que en griego equivale a feo y deforme, podría ser otra pista, siendo a partir del siglo XVI cuando aparecen las primeras referencias escritas hispanas ligando su figura a un ente maléfico o a un fantasma.

Similar popularidad, aunque con un efecto disuasorio aparentemente más efectivo, han tenido el hombre del saco y el sacamantecas, tétricas figuras con dantescas proyecciones en la vida de algunos criminales, como es el caso del célebre Romasanta –ver sección “Enigmas pendientes” de este número–.

Ha existido una gran expansión multicultural de estos personajes, desde el viejo folclore a las modernas leyendas urbanas, siempre provistos de sacos o cestas donde transportar a los niños raptados para los fines más diversos. Sólo queda entonces irse a la cama a dormir cuando los padres lo indican… y rezar para que estos seres no aparezcan, acechantes, entre las sombras de la noche.

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