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La casa de las muñecas

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La casa de las muñecas Empty La casa de las muñecas

Mensaje por Admin Vie Mar 27, 2009 3:35 am

Estaba subiendo a la azotea cuando sentí un grito desgarrador… María, que venía detrás de mí, dio un salto y se metió en la habitación tapándose la cara horrorizada. Entre sollozos, y presa de un ataque de terror, me contó que allí, a mi espalda, una presencia nos miraba fijamente. Era la imagen de una mujer que, con gesto burlón, seguía nuestros pasos en la supuesta casa encantada…
Siempre he sentido una especial predilección por el misterio de las casas encantadas. Son esos lugares que, cuando los visitas, te provocan una sensación de miedo, algo que me encanta sentir. Había tenido la oportunidad de estar en algunas de las más famosas de España, así que cuando me propusieron ir a la casa de Arcos de la Frontera, “la casa de las muñecas”, no lo dudé ni un instante…

El hogar de los fantasmas

Llegué al atardecer, justo en el momento en el que las sombras se apoderan del mundo. En la puerta me esperaban los dos hermanos pequeños. El encuentro fue muy cálido. La familia Gutiérrez Tejada, gente sencilla y cordial, enseguida me invitaron a entrar y a sentarme en el modesto salón del inmueble. Nada más traspasar la puerta me dio la sensación de que había algo muy “pesado” en el lugar, que hacía que te encogieras. Sin embargo, la familia era buena gente. Tanto el matrimonio como los tres niños estaban llenos de luz. La mayor, Elena, toda una preciosidad; el mediano, Cristóbal, un jovencito reservado y dulce, y José Manuel, el pequeño, un rubio cariñoso, lleno de chispa y vida. Enseguida, alterados ante mi visita, comenzaron a enseñarme la casa, una construcción de dos plantas, realizada aprovechando las antiguas cuevas de la ladera de la montaña donde vivían las familias sin recursos.

En la planta baja había un pequeño salón donde se agolpaban la mesa y las sillas para comer, junto a una televisión antigua. A la derecha, una pequeña cocina, y al fondo, el baño. Del salón salía una escalera que conducía a la habitación principal, la única, donde cuatro camas albergaban los sueños de la familia. Dormían todos juntos para repartirse el miedo que el enclave les provocaba.

Poco más allá, un estrecho pasillo daba entrada a otra escalera que desembocaba en una pequeña azotea. No más de 35 metros cuadrados para vivir cinco seres humanos. En la primera inspección me di cuenta de que la casa presentaba serias grietas que delataban su deteriorado estado. Además había una intensa humedad que calaba hasta lo más profundo de los huesos. Pepi, la madre, me explicó que vivían allí esperando a que el ayuntamiento del lugar les realojase en otra vivienda más digna. “La casa la han visto los arquitectos y está declarada en ruinas. Además, tras esa pared –me dijo indicando el muro del salón– se encuentra la entrada a una cueva donde dicen que hay unas tinajas y unos cadáveres escondidos.

En esos instantes intervino el marido, Cristóbal: “Hace unos meses, los vecinos estaban haciendo obras y encontraron una gran roca. Al retirarla se abrió un gran agujero que comunicaba con la entrada de esa cueva —me indicaba el baño–. Aquí, en la bañera, pudimos ver la piedra y el agujero de entrada a esa gruta”.

No había duda de que aquella vivienda no reunía las condiciones mínimas para habitar una familia, mucho menos numerosa como aquella. Su poder maligno ya había empezado a hacer mella en ellos. Pepi me contó que los tres niños padecían trastornos provocados por las condiciones que soportaban. “El pequeño tiene ataques de asma, y dentro de poco le van a operar del corazón, el medico le ha prohibido hacer esfuerzos. Y la mayor, Elena, está acudiendo al psicólogo para tratarse de la depresión que padece”. La situación no era halagüeña. El lugar reunía todas las condiciones para ser un “lugar maldito”. Amenaza de ruina, cuevas ocultas, humedad… y junto a ello, leyendas que hablaban de cadáveres ocultos enterrados en tinajas tras los muros. Ideal… Sólo faltaban las muñecas para reunir más terror en tan pocos metros cuadrados.

La muñeca parlanchina

Nos sentamos alrededor de la mesa. La familia, expectante, quería darme su versión de los hechos. Cristóbal, el padre, apagó la televisión y terció para contarme algunos detalles de su experiencia. Y mientras me relataba cómo una muñeca se había puesto a hablar, ocurrió. De repente, imperceptiblemente, ¡la televisión, que estaba frente a nosotros, se encendió! Cristóbal y la madre, Pepi, me miraron sin darle mayor importancia, hasta que les dije: “¿Os habéis dado cuenta? ¡Se ha puesto a funcionar sola!”. Un escalofrío recorrió nuestros cuerpos. Apoyé firmemente la espalda en la silla, prestando toda mi atención.

Cristóbal retomó la narración. “Hace unos días, el pequeño José Manuel estaba arriba cuando me dijo: ‘Papa, la muñeca me está mirando’. Subí a la habitación a ver qué ocurría. José Manuel jugaba con una de las muñecas, una de esas que hablan. Comprobé que no tenía pilas y, ante el asombro de todos, pude escuchar que me decía: ‘¿Por qué me maltratas?’. Asustado, la cogí por los pelos y comencé a zarandearla, mientras seguía gritando: ‘¡no me maltrates!’. Como pude, salí con ella hasta el barranco de al lado y la tiré con todas mis fuerzas”.

Mostré mi interés por verla. Aún no era de noche y quise aprovechar para ver de cerca a la “muñeca parlanchina”. Los chicos se ofrecieron a acompañarme. Salí con ellos, bajé la cuesta y, frente a un muro que se abría hacia el vacío del cauce de un precioso río, la pude ver; estaba allí, rota, destrozada… Los niños volvieron a la casa mientras Pepi preparaba la cena y yo aproveché para dar un paseo por el pueblo. Un lugar precioso, de estrechas callejas y donde las leyendas moriscas cobran vida. Mientras lo hacía trataba de ordenar mis pensamientos. ¿Es posible que una muñeca hable? ¿Cómo se puso en marcha sola la televisión? ¿Será todo producto del miedo y de la sugestión, o hay algo más en esa casa?
En ese momento se unió a mí, una compañera de Telecinco que había ido a grabar para el programa TNT. Juntos regresamos para decirles que nos íbamos a cenar. Nos lo impidieron y, junto a ellos, compartimos una ensalada, unas patatas fritas y pollo guisado…

Los espectros de la casa

Fue agradable compartir la cena junto a toda la familia, mientras los niños me contaban sus aventuras, y la mayor, Elena, comenzaba a perder su desconfianza inicial, afirmando que era capaz de ver las extrañas entidades que poblaban la casa.

Al final, tras el postre, seguimos recapitulando los hechos que allí se producían. Ninguno de los niños se movió de la pequeña estancia. Pregunté por qué. “Todos tienen miedo a moverse de nuestro lado cuando llega la noche. Hay que acompañarles para ir al baño o para subir a la habitación. Es una tensión muy intensa la que estamos viviendo aquí; tú ni siquiera te imaginas…”. Había algo que me hacía estar inquieto. Me levanté de la mesa y pedí permiso para subir sólo a la habitación. Quería dejar una grabadora para ver si se registraban inclusiones psicofónicas. No quise que encendieran la luz; prefería sentir la presión del miedo que atenazaba a la familia. Antes de subir me dijeron, “cuando cae la noche, los fenómenos adquieren más intensidad. En las escaleras escuchamos la risa de una señora. O en el pasillo, de las puertas del armario sale el viejo y el niño. Ten cuidado”. No dejé que me intimidaran y ascendí con la cámara en una mano y la grabadora en la otra. Entré en la habitación de las muñecas, hice una invocación y dejé el aparato funcionando. Bajé junto al resto de la familia, dejé que pasaran unos diez minutos y volví a cambiar el emplazamiento de la grabadora. Salí de la habitación y, al pasar por el pasillo, junto al armario, se me erizó el vello y sentí un miedo que me conminaba a salir de allí rápido. Como pude lo controlé, avancé unos pasos en la oscuridad y coloqué encima de un mueble la grabadora, al tiempo que decía: “Si hay alguien aquí, éste es el momento para manifestarse, ¿queréis algo de nosotros?”. Sin volver la espalda al lugar que me hacía sentir ese intenso pánico, retrocedí hasta las escaleras y bajé tratando de ocultar mi sensación. Fue entonces cuando Pepi me narró la parte más dramática de su experiencia: “Hace unas noches, a los pies de la cama, se presentó una mujer con el pelo recogido que me miraba muy fijamente. Yo le dije: ‘¿qué quieres?’. Y ella contestó. ‘¡Te quiero a ti! He venido a por ti’. ¡Pues llévame ya pero deja a mis hijos en paz!, le contesté. Y ella me dijo: ‘Aún no es tu hora’.

Esa misma mujer se manifiesta de vez en cuando por la casa y sólo nos mira y se ríe”. “Y tanto que se ríe, yo mismo he escuchado sus risas desde aquí abajo”, añadió Cristóbal. Elena me relató entonces la experiencia que había vivido con un niño que se había aparecido durante la noche: “Es un niño pequeño. Una noche me dijo: ‘Quiero estar contigo’. Y me llevo aquí atrás, a ver la cueva y las tinajas. Me dijo que le habían matado con cal viva, enterrándolo allí mismo. Y me dijo: ‘quiero estar contigo, a tu lado”.

La habitación de las muñecas

La noche avanzaba; llegaba el momento de irse a dormir. Nos invitaron a quedarnos con ellos. Incluso ya habían dispuesto camas…
Subimos hasta la habitación de las muñecas, una estancia con las paredes cubiertas por decenas de éstas. Las había de todas las formas: de porcelana, peluches, de plástico; incluso figuras religiosas.

Pregunté por qué no se deshacían de todo aquello, que no era más que un foco de polvo y ácaros para los niños, amén de un condensador de terrores… Elena contestó: “Son mías, las colecciono desde niña y me gustan. No quiero deshacerme de ellas. Ya mi padre ha querido quitarlas, pero yo no le dejo…”. Aproveché, mientras me lo contaba, para ir grabando con una cámara profesional de vídeo toda la estancia.… Los ojos terroríficos de algunas muñecas me hacían temblar. Y mientras ellos se disponían a cambiarse para ir a dormir, María, la compañera que me había acompañado para realizar un reportaje, y yo, subimos a la terraza. No encendimos la luz. Yo iba delante disparando fotos con una cámara digital, y ella me seguía. Al llegar al rellano, sentí su grito desgarrador al tiempo que salía disparada escalera abajo. “¿Qué te pasa?”, le pregunté. Sólo se oían sus gritos y la voz de Cristóbal que desde abajo decía: “¿Qué pasa ahí?”. Mientras, los niños aterrorizados la miraban en la habitación.

María, presa de los nervios, se tapó el rostro con las manos. Cuando se recuperó, entre sollozos, nos contó: “He visto una señora. Estaba detrás de ti Miguel y cuando subías se me acercó hasta la cara, ¡era horrible!”. “La señora que se ríe”, apuntó Pepi. “Estoy contenta porque, por lo menos, vosotros habéis visto también algo. Sufro por ti María, pero estoy contenta. Así os dais cuenta de que no somos nosotros solos los que vemos esas presencias”.

Como pude, tranquilicé a María. Las luces encendidas, la televisión también. Esa era la forma de pasar la noche de esta familia… Y así, una noche tras otra, en medio de la incomprensión, las risas y las burlas de los demás.

Pero tuve una sorpresa más. En la secuencia en la que mi compañera tiene el encuentro con esa extraña mujer, y entre sus gritos –poco antes de la voz de Cristóbal–, se oye algo. Un extraño y terrorífico gemido. Una voz ronca, que por dos veces se hace perfectamente audible.

Ya estoy en casa, caliente, a salvo de presencias extrañas, a cubierto de aquella maldita humedad que mata. Y aquí, me pregunto: ¿Por qué hay familias que viven así? ¿Por qué no tienen derecho a una vivienda digna al menos? ¿Por qué se ven envueltas en estas extrañas y terribles historias? Aún no tengo respuestas. La historia de la “casa de las muñecas” sigue viva…

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